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mismo y se abalanzó hacia las rompientes.
Reinaba el caos. Todos los trabajadores reclutados, hombres de tierra adentro y temerosos del
mar, estaban en la cabina pero subieron a cubierta en estampida cruzándose en el camino de todos.
Al mismo tiempo, la tripulación del barco se puso en guardia con los rifles. Sabían lo que
significaría regresar a Malaita -una mano para el barco y la otra para defenderse de los nativos-.
No sabía con qué pretendían aguantar el barco, pero habría que hacerlo pues el Minota no paraba
de girar golpeándose contra los corales. Los nativos se agarraban a la jarcia con tanto miedo que
no se fijaron en el mastelero. Se botó el bote de remo con un cabo de remolque en un intento
desesperado de evitar que el Minota se fuese aún más contra los arrecifes y, mientras tanto, el
capitán Jansen y su primer oficial, este último aún pálido y febril, intentaban construir un ancla de
fortuna empleando lastre y cabos de recambio de la jarcia. El señor Caulfeild llegó con la barca de
su misión para ayudarnos con algunos jóvenes.
Cuando el Minota chocó por primera vez no había ni una canoa a la vista; pero luego empezaron
a surgir de todas partes como si fuesen buitres dando vueltas en el cielo. La tripulación del barco,
con los rifles a punto, los mantuvo alejados a unos noventa metros con la promesa de matar al que
osase aproximarse más. Y allí estaban, a noventa metros de nosotros, negros y amenazadores,
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manteniendo en posición sus canoas con los remos al borde de las peligrosas rompientes. A todo
esto, los nativos del interior estaban bajando por las colinas armados con arcos, Sniders, flechas, y
mazas, hasta llenar la playa. Para complicar aún más las cosas, por lo menos diez de los
trabajadores que llevábamos a bordo eran de alguna de las tribus que ahora esperaban en la playa
para apoderarse del tabaco, objetos de valor y todo lo que pudiésemos llevar a bordo.
El Minota estaba muy bien construido, y eso es algo vital para cualquier barco que choque
contra los arrecifes. Como prueba de su resistencia basta decir que en las primeras veinticuatro
horas rompió dos cadenas de ancla y ocho estachas. Nuestra tripulación estaba muy ocupada
buceando para recuperar las anclas y afirmando nuevos cabos. A veces incluso llegaron a partirse
cadenas reforzadas con estachas. Pero ahora ya se aguantaba. Habíamos hecho traer algunos
troncos de la playa y habían sido colocados bajo el barco para proteger la quilla y los flancos, pero
los troncos se destrozaban y saltaban hechos astillas mientras que los cabos que los unían se
hacían pedazos. Y el barco aguantaba. Pero fuimos más afortunados que el Ivanhoe, una gran go-
leta de reclutamiento que había enbarrancado algunos meses antes y que había sido rápidamente
saqueada por los nativos. El capitán y su tripulación lograron fugarse con los botes, pero los
nativos, tanto los de la playa como los del interior, se llevaron todo lo que fueron capaces de
acarrear.
Racha tras racha, el fuerte viento y una lluvia cegadora golpeaban al Minota a medida que el
mar iba empeorando por momentos. El Eugenie estaba fondeado a cinco millas hacia barlovento,
pero estaba detrás de un saliente de tierra y no podía saber de nuestras desgracias. A petición del
capitán Jansen, escribí una nota para el capitán Keller solicitándole que nos trajese anclas y apare-
jos para ayudarnos. Pero no hubo forma de convencer a ninguna canoa para que le llevase la carta.
Yo ofrecía media caja de tabaco, pero los negros se negaban y mantenían sus canoas de proa hacia
el oleaje. Media caja de tabaco valía tres libras. En cuestión de dos horas, aún en contra del viento
y del mar, un hombre habría podido llevar la carta y recibir el equivalente a la paga de medio año
trabajando en las plantaciones. Conseguí subirme a una canoa y llegar hasta donde el señor
Caulfeild llevaba un ancla en su bote de remos. Suponía que él quizá tuviese más influencia con
los nativos. Congregó las canoas a su alrededor, y explicó a sus ocupantes nuestra oferta de media
caja de tabaco. Nadie dijo nada.
«Yo sé lo que pensáis -les dijo el misionero-. Vosotros pensar mucho tabaco en la goleta y
vosotros quererlo. Yo decir vosotros muchos rifles en goleta. Vosotros no coger tabaco, vosotros
recibir balas.»
Al final, un hombre, solo en una pequeña canoa, cogió la carta y se fue. A la espera de la ayuda,
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