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rándome fijamente al rostro.
-Mi costumbre de no bromear nunca, me obliga a confesar que
soy tonto. No sé lo que sucede...
Pero, amigo, ¿qué ;no sabe usted que su patrón ha quebrado? -me
preguntó.
-¿Quebrado? No puede ser, imposible! ¿Quién se lo ha dicho?
Pero si es voz pública! -me, replicó don Benito, -no se habla de
otra cosa en la ciudad.
Pues, señor, yo no he notado lo más mínimo en el escritorio, y
hoy ha sido sábado, se ha pagado a todo el mundo!
¡Hombre! ¿Está usted seguro? -me repitió don Benito con asom-
bro.
-Como que estamos hablando en este momento.
-Pues, sepa usted, mocito, lo que no sabe dijo; -y tomándome
confidencialmente del brazo, me llevó a su cuarto, me hizo sentar y
me refirió lo siguiente, después de haber encendido un cigarro haba-
no:
-Don Eleazar de la Cueva, corno usted sabe, trae revuelta la Bol-
sa desde hace tres meses. Lo mismo que un general que con un ejér-
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cito numeroso invade un país dilatado, él ha puesto en juego allí dos o
tres millones de duros. Comenzó por comprar acciones de, monopoli-
zó el mercado, se hizo dueño de todos los papeles, y conseguido esto,
manteniendo siempre la demanda, trataba de vender a precios exorbi-
tantes lo que habla comprado a precio vil.
Pero don Eleazar ha encontrado la horma de su zapato; mientras
sus agentes, divididos en dos bandos que operaban en sentido contra-
rio, preparaban su golpe, él no contaba con que en esta tierra del pa-
pel-moneda, una nueva emisión es asunto de poca monta, y la cuerda
tirante con que él tenía presos a sus deudores, se ha aflojado; la nueva
emisión se ha hecho y he aquí que la baja más espantosa se ha opera-
do.
En esta situación, don Eleazar ha resuelto, no reconocer sus ope-
raciones. El tiene razón hasta cierto punto; exige fair play, como los
luchadores ingleses. En la casa de la Bolsa, todo es permitido como en
la guerra; jugar públicamente al alza y clandestinamente a la baja;
lanzar un gato, dar una noticia, de sensación, asegurar que la guerra
con Chile es un hecho, que nuestra escuadra está en un estado atroz,
que nuestro ejército será derrotado en caso de una batalla; en una pa-
labra, sembrar el terror sin consideración de ningún género por el
patriotismo; pero jugar con armas de doble carga, no. ¡Eso no, eso
nunca!... Don Eleazar en estas materias es correctísimo, y, sobre todo,
cuando en vez de ser él quien apunta, acontece que es contra él contra
quien se vuelven las bocas de los cañones. Pero lo peor de todo, mi
amigo, no es eso. Lo peor es que don Eleazar, aprovechando su des-
gracia, porque es capaz de aprovechar todo y sacar de todo ventaja, ha
resuelto no pagar a nadie. A él lo sitian por hambre, pero él les cerce-
na el agua y el pan, y con la misma cuerda con que lo ahorcan, él pro-
cura ahorcar a sus adversarios.
-Quiere decir que yo me encuentro en la calle le dije al oirle ter-
minar su relación ¡Oh, no! ¿Cree usted que don Eleazar es hombre de
despedirlo por cosas de tan poca monta?... No. Su quiebra es una
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quiebra que no lo arruina ni lo lleva al tribunal; todo se resuelve para
él en no pagar; las deudas de Bolsa no son deudas, y en el caso de don
Eleazar ha pasado ni más ni menos lo que sucede en una casa mala de
juego cuando se apagan las luces: cada jugador defiende con el puño
lo que puede, y le aseguro que su patrón sabrá defender lo suyo. No se
alarme: no perderá el puesto.
-No me alarmo, don Benito, por tan poca, cosa le repuse riéndo-
me a carcajadas. -¡Soy yo quien resuelvo no volver al escritorio de don
Eleazar! No me cuadran ni el hombre ni el empleo.
-Hace usted bien, amigo: eso lo honra.
-No, don Benito; ni me honra ni me deshonra; no hago una qui-
jotada, ni tendría derecho para hacerla. Don Eleazar se ha portado
bien conmigo; me ha pagado religiosamente mis sueldos y ha tenido el
buen gusto de no imponerme de sus negocios.
-¿Y que va usted a hacer?
-No lo sé, pero mañana lo sabré. Desde luego disponga usted de
mi cuarto; ¡tenemos que separarnos!
-¿Separarnos? ¡Jamás! -me contestó el buen viejo irguiendo su
noble cabeza y acompañado sus palabras con un gesto enérgico que
denotaba el profundo sentimiento que le habla ocasionado mi resolu-
ción -¿Separarnos? ¡Nunca! -me repitió: -mire, Julio... Mira, hijo mío
-agregó, -déjame que te tutee, mis canas me dan derecho para ello, ¿es
cierto?
Y como yo le hiciera un signo afirmativo, prosiguió conmovido:
-Yo he respetado hasta hoy la resolución de tu tío, pero debo
confesarte que he sufrido, al verte en casa de don Eleazar. Ese empleo
no te corresponde, y lo que no me explico es cómo Ramón te ha colo-
cado allí...
-Mi tía, usted sabe...
-Sí, que lo gobierna como a un trompo; pero esa no es una razón
para que te descuide. Mira- me dijo,- desde hoy yo me encargo de ti.
¡Qué diablos! Soy viejo, pero tengo el alma joven todavía: seré tu pa-
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dre y tu hermano al mismo tiempo. Tengo mala fama en el mundo: las
mujeres como misia Medea me aborrecen, porque no creo en deidades
políticas; y los hombres como don Eleazar tampoco me pueden pasar,
porque no sé hacer negocios de los que ellos hacen. Viviremos juntos;
de cuando en cuando oirás en mi cuarto alguna voz de mujer... ¡qué
quieres!... Soy hombre... súfreme estos extravíos. Las mujeres me en-
loquecen, por eso he tenido el tino de no volverme loco por una sola:
me he enloquecido por todas y no me he casado con ninguna; espero
no caer en la tentación de hacerlo en los años que tengo. Soy risueño,
despreocupado y franco: vivo sin misterios y tomo la vida tal como es.
Allá en mis mocedades he leído mucho; pero una sola lectura me ha
aprovechado de todas las que he hecho: ahí está junto a la cabecera de
la cama : Rabelais.
Cuando tengas mi edad y hayas corrido el mundo, verás que te-
nía razón: es el único libro que ayuda a bien morir, por eso lo abomi-
nan los jesuítas. No tengo hijos, o más bien dicho, no sé si los tengo,
porque, si lo supiera a ciencia cierta, no los negaría como padre; pero
en la duda, tú bien sabes que, es mejor abstenerse, porque esto de to-
mar como propias las obras de otros, es un poco grave. Y yo huyo del
ridículo sobre todo. No tengo ningún amigo de mi edad: mis amigos
son los jóvenes de la tuya, vivo con ellos enamoro y escandalizo tam-
bién con ellos este salón porteño en que hay muchas mujeres lindas y
tanto tonto que se las lleva.
Y, al terminar, don Benito me estrechó fuertemente en sus bra- [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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