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Contrarreforma que acaudilló España y que comenzó de hecho con el saco de Roma, providencial castigo contra
la ciudad de los paganos Papas del Renacimiento pagano? Dejemos ahora si fue mala o buena la
Contrarreforma, pero ¿es que no fueron algo hegemónico Loyola y el Concilio de Trento? Antes de este
dábanse en Italia cristianismo y paganismo, o mejor, inmortalismo y mortalismo en nefando abrazo y
contubernio, hasta en las almas de algunos Papas, y era verdad en filosofía lo que en teología no lo era, y todo se
arreglaba con la fórmula de salva la fe. Después ya no, después vino la lucha franca y abierta entre la razón y la
fe, la ciencia y la religión. Y el haber traído esto, gracias sobre todo a la testarudez española, ¿no fue
hegemónico?
Sin la Contrarreforma, no habría la Reforma seguido el curso de que siguió; sin aquella, acaso esta, falta del
sostén del pietismo, habría perecido en la ramplona racionalidad de la Aufklürung, de la Ilustración. ¿Sin Carlos
I, sin Felipe II, nuestro gran Felipe, habría sido todo igual?
Labor negativa, dirá alguien. ¿Qué es eso? ¿Qué es lo negativo?, ¿qué es lo positivo? En el tiempo, la línea
que va siempre en la misma dirección, del pasado al porvenir, ¿dónde está el cero que marca el límite entre lo
positivo y lo negativo? España, esta tierra que dicen de caballeros y pícaros -y todos pícaros-, ha sido la gran
calumniada de la historia precisamente por haber acaudillado la Contrarreforma. Y porque su arrogancia le ha
impedido salir a la plaza pública, a la feria de las vanidades, a justificarse.
Dejemos su lucha de ocho siglos con la morisma, defendiendo a Europa del mahometanismo, su labor de uni-
ficación interna, su descubrimiento de América y las Indias -que lo hicieron España y Portugal, y no Colón y
Gama-, dejemos eso y más, y no es dejar poco. ¿No es nada cultural crear veinte naciones sin reservarse nada y
engendrar, como engendró el conquistador, en pobres indias siervas hombres libres? Fuera de esto, en el orden
del pensamiento, ¿no es nada nuestra mística? Acaso un día tengan que volver a ella, a buscar su alma, los
pueblos a quienes Helena se la arrebatara con sus besos.
Pero ya se sabe, la Cultura se compone de ideas y sólo de ideas y el hombre no es sino un instrumento de ella.
El hombre para la idea, y no la idea para el hombre; el cuerpo para la sombra. El fin del hombre es hacer
ciencia, catalogar el Universo para devolvérselo a Dios en orden, como escribí hace unos años, en mi novela
Amor y pedagogía. El hombre no es, al parecer, ni siquiera una idea. Y al cabo el género humano sucumbirá al
pie de las bibliotecas -talados bosques enteros para hacer el papel que en ellas se almacena-, museos, máquinas,
fábricas, laboratorios... para legarlos... ¿a quién? Porque Dios no los recibirá.
Aquella hórrida literatura regeneracionista, casi toda ella embuste, que provocó la pérdida de nuestras últimas
colonias americanas, trajo la pedantería de hablar del trabajo perseverante y callado -eso sí, voceándolo mucho,
voceando el silencio-, de la prudencia, la exactitud, la moderación, la fortaleza espiritual, la sindéresis, la ecua-
nimidad, las virtudes sociales, sobre todo los que más carecemos de ellas. En esa ridícula literatura caímos casi
todos los españoles, unos más y otros menos, y se dio el caso de aquel archiespañol Joaquín Costa, uno de los
espíritus menos europeos que hemos tenido, sacando lo de europeizarnos y poniéndose a cidear mientras
proclamaba que había que cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid y... conquistar África. Y yo di un ¡muera
Don Qui-jote!, y de esta blasfemia, que quería decir todo lo contrario que decía -así estábamos entonces-,
brotó mi Vida de Don Quijote y Sancho y mi culto al quijotismo como religión nacional.
Escribí aquel libro para repensar el Quijote contra cervantistas y eruditos, para hacer obra de vida de lo
que era y sigue siendo para los más letra muerta. ¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no quiso poner
allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí
pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que ponemos allí todos. Quise allí rastrear nuestra filosofía.
Pues abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y
difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en
sistemas filosóficos. Es concreta. ¿Y es que acaso no hay en Goethe, verbigracia, tanta o más filosofía que
en Hegel? Las coplas de Jorge Manrique, el Romancero, el Quijote, La vida es sueño, la Subida al Monte
Carmelo, implican una intuición del mundo y un concepto de la vida Weltanschaung und Labensansicht.
Filosofía esta nuestra que era difícil de formularse en esa segunda mitad del siglo xix, época afilosófica,
positivista, tecnicista, de pura historia y de ciencias naturales, época en el fondo materialista y pesimista.
Nuestra lengua misma, como toda lengua culta, lleva implícita una filosofía.
Una lengua, en efecto, es una filosofía potencial. El platonismo es la lengua griega que discurre en
Platón, desarrollando sus metáforas seculares; la escolástica es la filosofía del latín muerto de la Edad
Media en lucha con las lenguas vulgares; en Descartes discurre la lengua francesa, la alemana en Kant y en
Hegel, y el inglés en Hume y en Suart Mill. Y es que el punto de partida lógico de toda especulación
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