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alto de la eminencia m�s próxima, se volvió para contemplar el mar. La Quatre-Vents segu�a
descansando en la estacada; otras barcas se hab�an acercado al puerto. Una vela en el horizonte
parec�a tan pura como un ala; acaso fuera el barco de Jans Bruynie.
Anduvo cerca de una hora apart�ndose de los senderos conocidos. En una ondulación de
terreno, entre dos mont�culos sembrados de hierbas cortantes, vio venir hacia �l un grupo de seis
personas: un anciano, una mujer, dos hombres de edad madura y dos muchachos armados con
sendos bastones. El viejo y la mujer avanzaban con dificultad por aquel terreno pantanoso.
Todos ellos vest�an como los burgueses de la ciudad. Aquellas gentes parec�an preferir pasar sin
llamar la atención. No obstante, le contestaron cuando �l les dirigió la palabra y pronto se
tranquilizaron viendo el inter�s que les mostraba aquel viajero tan educado y que hablaba
franc�s. Los dos jóvenes ven�an de Bruselas; eran patriotas católicos que trataban de alcanzar las
tropas del pr�ncipe de Orange. El otro grupo era calvinista; el anciano era un antiguo maestro de
escuela de Tournai, que escapaba hacia Inglaterra en compa��a de sus dos hijos; la mujer, que le
enjugaba el sudor de la frente con su pa�uelo, era su nuera. La larga caminata a pie era m�s de lo
que el pobre hombre pod�a soportar; se sentó un momento en la arena para tomar aliento; los
dem�s lo rodearon.
Aquella familia se hab�a unido, al llegar a Eeclo, a los dos jóvenes burgueses de Bruselas:
el mismo peligro y la misma huida convert�an a aquellas personas en compa�eros, cuando en
otros tiempos acaso hubieran sido enemigos. Los muchachos hablaban con admiración del se�or
de La Marck, quien hab�a jurado dejar crecer su barba hasta que los condes fueran vengados; se
hab�a echado al bosque con los suyos y ahorcaba sin compasión a los espa�oles que ca�an en sus
manos. Hombres como aquel era lo que necesitaban los Pa�ses Bajos. Zenón se enteró asimismo
con todo detalle, por los fugitivos bruselenses, de la captura de Monsieur de Battenbourg y de los
dieciocho gentileshombres de su s�quito traicionados por el piloto que los transportaba a Frisia:
aquellas diecinueve personas fueron encarceladas en la fortaleza de Vilvorde y decapitadas. Los
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hijos del maestro de escuela palidec�an al o�r este relato, inquiet�ndose por lo que a ellos mismos
les esperaba a la orilla del mar. Zenón los tranquilizó: Heyst parec�a un lugar seguro, con tal de
pagarle el diezmo al capit�n del puerto; unos fugitivos cualesquiera no corr�an gran peligro de
ser entregados al enemigo como si de pr�ncipes se tratara. Inquirió si los de Tournai iban
armados; le dijeron que s�: hasta la mujer llevaba un cuchillo. Les aconsejó que no se separasen:
unidos, nadie los desvalijar�a en el transcurso de la traves�a; no obstante, conven�a dormir con un
solo ojo en la posada y a bordo de la embarcación. En cuanto al hombre de La Quatre-Vents, no
era muy de fiar, pero los dos fuertes bruselenses podr�an probablemente dominarlo y, una vez
llegados a Zelanda, las ocasiones de toparse con bandas de insurrectos parec�an darse con
facilidad.
El maestro de escuela se hab�a levantado penosamente. Zenón, interrogado a su vez,
explicó que era m�dico en la región y que �l tambi�n pensaba cruzar el mar. Las preguntas no
fueron m�s all�; sus asuntos no les interesaban. Al separarse de ellos, entregó al magister un
frasco con unas gotas que, durante alg�n tiempo, lo animar�an, permiti�ndole respirar mejor. Se
despidió y todos quedaron muy agradecidos.
Los vio continuar hacia Heyst y decidió bruscamente seguirlos. Entre varios el viaje ser�a
menos peligroso; incluso podr�an ayudarse los primeros d�as unos a otros en la otra orilla. Dio un
centenar de pasos tras ellos y luego aminoró la marcha, aumentando la distancia existente entre
la peque�a pandilla y �l. La idea de encontrarse frente a Milo o a Jans Bruynie le produc�a de
antemano un cansancio insoportable. Se paró en seco y torció hacia el interior de las tierras. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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