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-Señorita, permitidme que reúna a todos los hombres que quieran seguirme para
guardar el hatajo blanco. Ahora está en la pradera, a cosa de diez millas, y son tres mil
cabezas, todos bueyes. Son salvajes y es fácil que se produzca entre ellos la estampida.
Acamparemos allí y los guardaremos.
-Judkins, algún día recompensaré tus servicios, a no ser que me lo quiten todo. Reúne
esos hombres y dile a Jerd que te deje escoger entre mis caballos el que más te convenga,
excepto Estrella Negra y Africano. Pero... no vertáis sangre por mi ganado, ni tampoco
arriesguéis temerariamente vuestras vidas.
Juana Withersteen buscó en seguida silencio y soledad en su habitación y, al entrar en
ella, no pudo por más tiempo refrenar su cólera. La cegó la furia de una pasión hasta entonces
jamás revelada con tal potencia. Echada en el lecho, con los ojos cerrados y la boca contraída,
ardía interiormente en tremenda llama. Y revolvíase inquieta mientras la llama ardía hasta
consumirse poco a poco.
Luego, débil y exhausta, estuvo pensando, no en la opresión que se ejercía para
doblegar su espíritu, sino en lo que fue para ella la revelación de su carácter. Hasta hacía
pocos días, ninguna causa hubo en su vida que despertara pasión de ánimo. Sus antepasados
fueron hombres de férrea voluntad, que no toleraban más poder que el suyo. Su padre había
heredado aquel temple, y, a veces, los suyos huían ante el estallido de su cólera, como los
antílopes corren en la pradera huyendo del fuego. Juana Withersteen comprendió que el
espíritu de la ira v de la lucha había estado latente en ella, y retrocedía ante aquel siniestro
abismo, insospechado hasta entonces. Lo que más había detestado en hombres y mujeres, lo
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Librodot Los jinetes de la pradera roja Zane Grey
que jamás quiso perdonar, era el odio. El odio llevaba a las almas por un camino en llamas
derechamente al infierno. Y, de pronto, como un relámpago, sin que lo pudiera remediar,
había surgido en ella un odio fiero, violento. Y el hombre que rebajaba su tranquilo y
cariñoso carácter a tal degradación era un ministro de Dios, un dignatario de su religión, el
consejero de su amado obispo.
La pérdida de su ganado, de su rancho, hasta de la Fuente Ambarina y de su vieja
mansión, nada importaba ya a Juana Withersteen. Enfrentábase sólo con la idea principal, con
lo que consideraba problema de la más grande importancia y al lado del cual todo lo demás
desaparecía: la salvación de su alma.
Arrodillóse junto a la cama y oró como jamás lo había hecho, suplicando que se le
perdonara su pecado; que se la librara de aquella oscura y abrasadora sensación de odio; que
pudiera amar a Tull como ministro del Señor, aunque lo aborreciera como hombre; que le
diese ánimos para cumplir con su religión, con sus correligionarios y con los que dependían
de ella; que permaneciese siempre inviolable su fe en Dios y en su libre albedrío de mujer.
Cuando Juana Withersteen se levantó después de aquella plegaria, estaba tranquila y
segura de sí misma; era una mujer distinta. Cumpliría su deber tal como lo entendía, viviendo
de acuerdo con su verdad. Acaso nunca le sería posible casarse con el hombre de su elección,
mas tampoco consentiría en ser esposa de Tull. Los dignatarios de los mormones podrían
quitarle los hatajos, los caballos, la hacienda, los prados, la casa de Withersteen, el agua que
hacía florecer el pueblo de Cottonwoods, pero no la obligarían jamás a casarse con Tull.
Decidida y resignada a soportar todas las pérdidas, y muy segura de sí misma, Juana
Withersteen sintió una tranquilidad de espíritu de la que no gozaba hacía más de un año. Per-
donó a Tull y lamentó melancólicamente su equivocación. Tull, como hombre, quería a Juana
para sí, en primer lugar; y en segundo, esperaba salvarla a ella y sus riquezas para la Iglesia
mormona. Juana no creía que Tull obrase impulsado tan sólo por el deseo religioso de salvar
el alma de ella. Además, no temía a Tull en este sentido. Aunque le habían enseñado que el
obispo de la comunión mormona estaba en comunicación directa con Dios y que podría
condenar su alma al eterno fuego, dudaba que el obispo pronunciase tal anatema sólo porque
ella se negara a casarse con Tull. En cuanto a éste y los demás dignatarios, acaso cuando ella
estuviera arruinada, pero indómita, le devolverían todo lo que -Perdiera. Así razonó Juana
Withersteen, leal hasta el fin con su fe en los hombres, cuya bondad acabaría por prevalecer..
Juana salió de sus habitaciones al oír penetrar en el patio un 'caballo. Encontró allí a
Lassiter, al lado de su ciega montura. La sonrisa del jinete contrastaba singularmente con el
terrible aspecto de las negras pistoleras que llevaba. De pronto despertóse de nuevo en Juana
el deseo de frustrar las siniestras intenciones que llevaran a Lassiter a Cottonwoods. Si ella
pudiese suavizar el odio que éste sentía por los mormones o, por lo menos, evitar que matara
más, no sólo salvaría a sus correligionarios. sino que humanizaría al Lassiter homicida.
-Buenos días, señora - dijo el jinete, sombrero en mano.
-Lassiter, no soy tan vieja para llamarme señora - replicó ella, con la más encantadora
de sus sonrisas-. Si no queréis llamarme señorita Withersteen, llamadme Juana
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